12 sept 2016

Esclavizados a la máquina

Según la leyenda, Cristóbal Colón consiguió ganar la confianza de los indígenas que habitaban las  tierras en las que desembarcó utilizando parte del cargamento de sus navíos: pequeños espejos de colores. Deslumbrándoles con un objeto mágico que les mostraba cómo eran consiguió, además de su asombro, su oro. Tras el oro vinieron los recursos naturales de aquellas tierras, luego su cultura ancestral y más tarde sus vidas y su libertad.
“Los lugareños habían quedado tan deslumbrados con los pequeños espejos, que cuando quisieron darse cuenta les habían arrebatado su vida”. Con la referencia a esta leyenda inicia Sergio Legaz su libro SAL DE LA MÁQUINA, una invitación acertadísima a reflexionar sobre el deslumbramiento con el que los teléfonos inteligentes están logrando atrofiar nuestros sentidos, nuestras vidas, nuestro entorno y nuestra libertad.
Hace tiempo que la tecnología no está al servicio del hombre: somos nosotros los que le reñimos una servidumbre que crece con cada nueva aplicación que damos al smartpone. Las consecuencias de lo que Legaz llama este encerramiento constante en un entorno virtual miniaturizado, se esconden, para pasar desapercibidas ante el filtro de nuestra consciencia, en el medio y largo plazo. La distancia temporal las salvaguarda de ser detectadas ya que cada uno de nosotros vivimos, sobrevivimos, únicamente en un paisaje en que las únicas coordenadas son el ahora, el para mí y el para conseguir algo.
Resultado de imagen de Esclavizados a la máquinaEn este presente, en el que creamos una realidad que nos permite perder el contacto con ella, y por tanto reflexionar y decidir con cierta libertad, nuestros sentidos involucionan para que la máquina sea la que traduce, expresa, nuestra emoción con un icono, nuestro dolor con un símbolo. La altura de nuestra mirada no se eleva en busca de otra mirada, en busca de un objeto que existe por encima de nosotros.
Al contrario, se enfoca de manera automática y, lo que es aún más grave, con compulsión enfermiza, sobre unos ojos artificiales, de cinco pulgadas: la pantalla de la máquina. Nuestro sueño depende de ella. Hace mucho que no nos despertamos como respuesta a una voz. El zumbido autoritario de la máquina, disfrazado como mucho de murmullo de agua o con sonidos de un bosque completamente irreal, recreado,  es el que nos ordena abrir los ojos, dejar nuestro sueño para iniciar una versión distinta de letargo. Revisamos el correo electrónico, leyendo únicamente la línea del asunto porque nuestra compulsión de barrer la pantalla del móvil con la mirada anestesiada es irrefrenable. Abrimos  whatsapp para devolver, con un icono absurdo, las palabras que otros han escrito, recortando su longitud, y su mensaje. Miramos el calendario, sincronizado desde todos nuestros dispositivos, una especie de red invisible que nos limita y nos hace distintos a los demás con solo introducir en ellos el nombre de usuario. La máquina late en nuestras manos, en nuestros bolsillos y bolsos. Hiberna, solo momentáneamente, sobre el asiento que hay junto al que ocupamos en el coche. Lo buscamos con la mano, en plena curva, al salir de una recta, alargando la mano como el yonki la alarga para obtener lo que calmará su adicción.
Con la máquina, con su estúpida y tramposa magia, nuestro ego se ensancha, haciéndonos creer que somos capaces de alcanzar la verdad, la materialización al instante de nuestros deseos. Pienso. Googleo. Obtengo. Leo. Obtengo. Desecho y olvido, con idéntica rapidez, porque una nueva pestaña se abre para que le dedique el instante suficiente como para creer que lo sé, que lo tengo, que lo he encontrado solo yo, que es mío.
La máquina tiene millones de dedos disfrazados de apps: relax en 5 minutos; la mejor app para alquilar una casa; una aplicación para recordar dónde aparcó su coche; encuentre el amor de su vida con nuestra app; tablas de multiplicar infantiles con la app Monkey plus; la aplicación para que puedas fingir que te llaman; comparte tus pecados apps; resacas más leves; Dream On, escoje con qué soñarás esta noche…
Amazon se transforma en un psicólogo solícito que nos envía reseñas de libros de autoayuda a partir de cualquier palabra depresiva que haya espiado en nuestro buzón de correo. HP detecta antes incluso que yo misma que necesitaré cartuchos de tóner para mi impresora.
La máquina amiga nos tiende su hombro y su apoyo, cuando advierte, por nuestros correos o el tono nostálgico de las canciones que buscamos en youtube, que estamos atravesando una ruptura afectiva: descarga la app Be2 y encuentra el amor definitivo. La máquina es el espejo de colores con el que se nos compra, se nos despersonaliza. Hemos perdido la posibilidad de  trazar nuestra auto-imagen, definir cómo y quiénes somos cada uno de nosotros. Ella nos perfila, nos describe al de la máquina, no con adjetivos sino con la Big data que obtiene tramposamente de nosotros. Conoce mi estado de ánimo por las canciones que escucho e incluso por el filtro que utilizo para retocar una foto antes de subirla a la ventana cotilla de Instagram: el filtro Inkwell está demostrado que es el utilizado mayoritariamente por las personas deprimidas. No hace falta acudir a un terapeuta. Es suficiente realizar, desde el Smartphone, un simple test para saber quiénes y cómo somos a partir de nuestras respuestas sobre el uso que hacemos de la máquina.
Como dice Legaz, (…) Hemos matado el compás de espera y a la menor oportunidad ya siempre echamos la mano al bolsillo para extraer el terminal hipnotizador que nos ayude a cubrir, merced, a sus chispeantes entretenimientos, la desnudez de nuestros vacíos. Sin el auxilio del terminal nos sentimos desprotegidos, nerviosos, inseguros. La inteligencia artificial ha conquistado todos los preciosos momentos de libertad interior que antes solo eran nuestros (…). Aún así, a pesar de la supremacía y la dictadura de la máquina, sonrío al pensar que el Apocalipsis no será retuiteado…
Pura María García
http://www.lamarea.com/2016/09/05/esclavizados-la-maquina/

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